La pantalla se ilumina con el destello de un encendedor. Margaret Qualley exhala humo, mira a cámara con esa mezcla de aburrimiento y perversión que solo ella sabe calibrar, y pregunta: “¿Alguna vez has matado a alguien por amor?” Aubrey Plaza, fuera de cuadro, responde con una risa seca. Corte a negro. Así comienza Honey Don’t!, la comedia negra de 2025 que da a la comunidad lo que llevamos años pidiendo: dos mujeres magnéticas, complejas y moralmente turbias que no necesitan redención ni justificación para existir.
Dirigida por Chloe Domont (responsable de Fair Play, esa disección matrimonial que dejó a medio mundo incómodo), Honey Don’t! nos presenta a Ivy (Qualley) y Lou (Plaza), una pareja que vive en un desierto ficticio de California, entre trailers oxidados y neones que parpadean como advertencias ignoradas. Ivy es una estafadora de poca monta con delirios de grandeza; Lou, una ex convicta con un pasado violento que prefiere no recordar. Juntas, diseñan un plan para robar a un magnate inmobiliario que está comprando tierras para desplazar comunidades enteras. Lo que comienza como un atraco rápido se convierte en una espiral de mentiras, traiciones y una corporeidad erótica que respira en cada plano.
La fotografía de Ari Wegner (la misma de The Power of the Dog) es una declaración de intenciones: colores saturados que rozan lo artificial, luces amarillas que tiñen la piel de las protagonistas como si estuvieran siempre al borde de la fiebre. Hay algo profundamente sensual en la forma en que la cámara se demora en los cuerpos de Qualley y Plaza, no como objetos de exhibición sino como territorios de deseo y poder. Las escenas de intimidad no son decorativas ni tímidas: son explícitas, sudorosas, filmadas con la misma urgencia que las secuencias de violencia.
Margaret Qualley construye a Ivy como una femme fatale que conoce sus herramientas pero no siempre sabe usarlas. Hay algo patético y brillante en su ambición, una mezcla de vulnerabilidad calculada y cinismo heredado. Aubrey Plaza, en cambio, interpreta a Lou con una contención que roza lo fantasmal: cada gesto es económico, cada mirada es una amenaza velada. Su química no es la de las parejas que Hollywood nos ha vendido durante años. Aquí, el deseo es peligroso, pegajoso, manchado de moral dudosa. Y es precisamente esa toxicidad la que las vuelve reales.
El guion, coescrito por la propia Domont junto a Jamie Loftus, juega con los códigos del thriller neo-noir pero los tuerce hacia lo absurdo. Hay referencias obvias a Tarantino (el humor negro, los diálogos punzantes, la violencia coreografiada), pero también ecos de la Elaine May de Mikey and Nicky: esa intimidad destructiva entre dos personas que se aman y se odian en proporciones iguales. La banda sonora (una mezcla de country oscuro y sintetizadores baratos) refuerza la sensación de estar viendo algo que no debería existir en el presente, como si la película se hubiera filtrado desde un futuro distópico o un pasado alternativo.
Sin embargo, Honey Don’t! no es perfecta. Su tercer acto se apresura, como si Domont hubiera perdido confianza en la ambigüedad moral que había construido con tanto cuidado. El desenlace busca cierta redención que no termina de cuajar con el tono cínico del resto de la película. Y aunque la representación es refrescantemente cruda, hay momentos en que el guion parece consciente de su propia audacia, como si quisiera recordarnos constantemente: miren, estamos siendo transgresoras. Esa autoconciencia puede resultar agotadora.
Al final, Ivy y Lou no aprenden ninguna lección. No se convierten en mejores personas. La película nos deja con esa incertidumbre pegajosa, como el olor a gasolina después de un incendio.

