Hora 12. Naima está desnuda en el suelo del baño, sollozando mientras Sergio la observa desde el marco de la puerta. El experimento que prometía saltarse los juegos de seducción y llegar directo a la intimidad real se ha convertido en una cámara de tortura emocional. Las escenas de sexo se sienten reales y no están contaminadas por la mirada masculina, pero es en estos momentos de vulnerabilidad cruda donde Duck Butter revela su verdadero rostro: no es una película sobre el sexo lésbico, sino sobre la imposibilidad de forzar la conexión humana.
La propuesta de Miguel Arteta y Alia Shawkat surge de una premisa que suena a ejercicio de actuación: dos mujeres que se conocen una noche deciden pasar 24 horas juntas, teniendo sexo cada hora, para acelerar el proceso de conocerse que generalmente toma meses. El borrador inicial se centró en una pareja heterosexual a lo largo de un año y medio, pero cambió cuando Shawkat sugirió el giro lésbico. Cuando cambiaron el personaje masculino por Laia Costa, “todo cobró mucho más sentido, como si siempre hubiera sido escrita para ella”, confesó Shawkat.
Esta transformación no es un detalle menor. En un panorama cinematográfico donde las historias lésbicas suelen estar cargadas de trauma, tragedia o exotización, Duck Butter ofrece algo diferente: banalidad. Sus protagonistas no luchan contra la homofobia ni se debaten entre armarios. Son dos mujeres urbanas, educadas, con neurosis contemporáneas, que simplemente quieren saltarse las citas aburridas y llegar al centro emocional de una relación.
Naima (Shawkat) es una actriz indie en Los Ángeles, atrapada en la mediocridad profesional y emocional. Su rostro angular y sus gestos nerviosos cargan con el peso de una generación que creció prometiendo autenticidad pero que vive sumergida en actuaciones constantes. Sergio (Costa) es su opuesto aparente: europea, misteriosa, con una seguridad sexual que Naima envidia y desea. Entre ambas se teje una química que funciona precisamente porque no es inmediata ni cinematográficamente perfecta. Es torpe, desigual, cargada de malentendidos.
La cámara de Arteta las sigue sin compasión ni voyeurismo a través de un apartamento de Venice Beach que se convierte en laboratorio y prisión. La película “ofrece una representación brutalmente honesta del deseo sexual y queer de una manera sensible y no explotadora”, y esta honestidad duele. Las escenas íntimas no buscan excitar sino incomodar, mostrando cuerpos reales en negociaciones reales de placer y poder. Cuando Naima finge un orgasmo para acelerar el encuentro número ocho, la pantalla no ofrece glamour sino la cruda mecánica de dos personas que han confundido intensidad con intimidad.
Aquí reside tanto la fortaleza como la limitación de Duck Butter. Para una película explícitamente centrada en un romance queer, “apenas se siente queer”, señaló la crítica de Vice. Su orientación sexual es secundaria, lo que puede leerse como progreso (finalmente, una película lésbica que no hace de la identidad sexual su único conflicto) o como oportunidad perdida de profundizar en las especificidades del deseo femenino y queer.
El problema no está en la universalidad de sus temas, sino en la superficialidad con que los aborda. Katie Rife de The A.V. Club criticó que el personaje de Costa carece de profundidad, y tiene razón: Sergio funciona más como espejo para las inseguridades de Naima que como personaje completo. La película resulta “un garabato olvidable y domesticado” que imita el estilo mumblecore sin alcanzar su profundidad emocional.
Sin embargo, dentro de sus limitaciones, Duck Butter logra momentos de gracia genuina. La actuación de Shawkat, que le valió el premio a Mejor Actriz en Tribeca, navega con destreza entre la comedia y el drama, mostrando a una mujer que se miente a sí misma sobre sus deseos y capacidades emocionales. Cuando en la hora 18 confiesa que nunca ha estado verdaderamente enamorada, el momento resuena porque Shawkat ha construido a una protagonista lo suficientemente compleja como para sorprendernos con su vulnerabilidad.
El hecho de que el guión fuera co-escrito y la película producida ejecutivamente por Shawkat, una mujer queer real, se siente en cada frame. No hay condescendencia hacia sus personajes ni explicaciones innecesarias sobre su sexualidad. Existe una naturalidad en la representación que, paradójicamente, la hace parecer menos “lésbica” que otras películas del género, pero quizás esa sea la evolución que necesitábamos.