El primer plano de Drive-Away Dolls es una decapitación en un callejón. El segundo, una escena de sexo lésbico sin censura. Los gritos se confunden: violencia y placer fundidos en la misma frecuencia. Durante ochenta y cuatro minutos, Ethan Coen (en su debut como director solitario) y su esposa queer Tricia Cooke nos arrastran por un territorio donde los falos de yeso, los maletines criminales y las barras lésbicas del 1999 colisionan en una comedia de carretera que huele a gasolina barata y a deseo sin disculpas.
Ambientada en 1999, la película sigue a Margaret Qualley y Geraldine Viswanathan como dos mejores amigas lesbianas en un viaje por carretera a través de bares lésbicos en la Costa Este de Estados Unidos, quienes se ven involucradas en un esquema criminal. Jamie (Qualley), recién expulsada del apartamento de su novia tras ser descubierta en una infidelidad, arrastra a su amiga Marian (una lectora obsesiva de Henry James que preferiría pasar la noche con The Europeans que con una mujer) hacia Tallahassee en un auto de alquiler que resulta contener una cabeza cercenada y un maletín que nadie debería haber encontrado.
Lo primero que hay que decir sobre Drive-Away Dolls es que fue concebida como Drive-Away Dykes. La productora insistió en el cambio de nombre, pero la visión queer de Cooke domina en la nostalgia por los bares lésbicos y las escenas de sexo desinhibidas. Cooke, editora de tres películas de los hermanos Coen y co-directora no acreditada de este proyecto por regulaciones del Directors Guild, construyó la película desde sus propias memorias estudiantiles: un road trip con una amiga, el deseo de hacer cine lésbico que fuera “alegre, juguetón, divertido y sexy”, según sus propias palabras. Lo que resulta es un objeto cinematográfico extraño, polarizante, deliberadamente ridículo… o ridickulous, en el juego de palabras que la propia película abraza con sus innumerables gags fálicos.
Hay algo profundamente liberador en la desfachatez con que esta película existe. Mientras el cine sáfico de la última década se ha refugiado en el drama de época (Carol, Ammonite, Portrait of a Lady on Fire: películas hermosas, trágicas, donde nadie se divierte realmente), Drive-Away Dolls recupera el espíritu del New Queer Cinema de los noventa. Películas como Go Fish (1994), The Watermelon Woman (1996) y High Art (1998) dejaron atrás los estereotipos mientras mujeres jóvenes y étnicamente diversas contaban sus propias historias. Pero esas fueron producciones independientes de bajo presupuesto, vistas principalmente en festivales de cine. Lo que Coen y Cooke logran aquí (con el respaldo de Focus Features y Working Title) es llevar ese espíritu a las salas comerciales, con sus ochenta minutos de caos, química y referencias a Russ Meyer y John Waters.
La química entre Qualley y Viswanathan es el combustible que mantiene a flote esta máquina destartalada. Jamie es pura libido sin frenos, capaz de ver un equipo de fútbol femenino en un bar de mala muerte y visualizar inmediatamente posibilidades orgiásticas. Marian es su opuesto: tensa, intelectual, virgen de experiencias que Jamie considera esenciales. La película muestra a lesbianas teniendo sexo casual y relaciones significativas pero fugaces, desafiando el estereotipo agobiante de que las lesbianas avanzan rápido y solo tienen relaciones serias a largo plazo. Esta representación (nacida de la propia experiencia de Cooke como lesbiana en los ochenta y noventa) se siente auténtica precisamente porque no busca ser didáctica ni ejemplar.
Visualmente, Drive-Away Dolls es una colcha de retazos. Ari Wegner, la cinematógrafa detrás de The Power of the Dog, captura la estética sucia de las películas de explotación de los setenta que Coen y Cooke citan como referencias: Faster, Pussycat! Kill! Kill!, Bad Girls Go to Hell, Alice Doesn’t Live Here Anymore. Los interludios psicodélicos (transiciones B-movie con colores saturados y efectos hipnóticos) desorientan tanto como intentan revelar. Solo al final entendemos qué representan, pero para entonces el daño narrativo está hecho: la película carece del equilibrio y la sofisticación que Joel Coen habría aportado. Lo que funciona como encanto distintivo (esa torpeza deliberada, esa falta de competencia calculada) también es su limitación estructural.
Porque seamos honestas: Drive-Away Dolls es desigual. La película dura 84 minutos y está diseñada para ser una aventura fácil de ver, pero es definitivamente una bagatela. Las apariciones estelares de Matt Damon como un senador republicano hinchado y Miley Cyrus como una artista de moldes de yeso (basada en la real Cynthia Plaster Caster) funcionan más como guiños cómplices que como elementos narrativos necesarios. El giro final (ese maletín lleno de dildos moldeados del pene del senador) pretende ser una sátira mordaz de la hipocresía conservadora, pero termina sintiéndose más pedestre que incisivo. Como si el desenlace midiera su impacto en pulgadas.
Lo que permanece después de los créditos finales no es la trama (esa enredadera cómica que Coen sabe tejer pero que aquí se siente más delgada que de costumbre) sino la sensación de haber presenciado algo raro. En una industria donde las historias lésbicas todavía luchan por conseguir financiamiento, donde la “importancia” del tema suele ser el único pasaporte hacia la producción, Drive-Away Dolls se niega a ser solemne. Es sucia, sexy, tonta. Es un Dodge Aries del 99 rugiendo por la autopista con dos mujeres que no piden permiso para desear, para equivocarse, para llegar a Tallahassee y contemplar casarse en Massachusetts ahora que es legal.
Cooke y Coen están trabajando ahora en su próxima película, Honey Don’t, que seguirá el tono pulp de Drive-Away Dolls. Quizás la segunda vez logren pulir las asperezas. O quizás (y esto es lo que secretamente espero) mantengan esa torpeza encantadora, esa voluntad de hacer cine sin disculparse por ser menos que perfecto. Porque al final, la perfección siempre ha sido una exigencia que se les hace a las historias queer: justificar su existencia con excelencia. Drive-Away Dolls prefiere existir, punto. Y en esa desfachatez radica su pequeña, ruidosa victoria

