Skip to content Skip to sidebar Skip to footer

La cámara de Isabel Coixet se desliza por los rostros como quien acaricia un daguerrotipo rescatado del olvido. En Elisa & Marcela, el blanco y negro no es solo una decisión estética: es la textura misma de la memoria, el grano de una época que convirtió el amor entre mujeres en acto de resistencia. La directora catalana nos devuelve a 1901, cuando dos maestras gallegas desafiaron las leyes de Dios y los hombres para convertirse en la primera pareja del mismo sexo en casarse legalmente en España. Pero esta no es una película sobre pioneras. Es un filme sobre la soledad feroz del deseo prohibido.

El relato de Elisa Sánchez Loriga y Marcela Gracia Ibeas trasciende la anécdota histórica para convertirse en meditación cinematográfica sobre los márgenes del amor. Coixet construye su narrativa como quien desentierra fósiles: con paciencia arqueológica, revelando capas de represión y transgresión que siguen vibrando más de un siglo después. La película no romantiza su historia; la desnuda hasta mostrar las cicatrices que deja vivir contra natura en un mundo diseñado para negarte.

Natasha Yarovenko y María Vázquez habitan a estas mujeres con una intensidad que esquiva el melodrama. Sus cuerpos hablan lo que las palabras no pueden decir: el roce de dedos que se convierten en promesa, las miradas que duran un segundo de más y contienen décadas. Coixet entiende que el deseo lésbico ha sido históricamente invisible no por ausencia, sino por supervivencia. Sus protagonistas no declaman su amor; lo viven en los intersticios, en las pausas, en el lenguaje cifrado de quienes saben que ser descubiertas significa el ostracismo.

La representación lésbica que propone la directora rompe con los códigos habituales del cine comercial. Aquí no hay fetichización ni espectacularización del deseo entre mujeres. El erotismo emerge de la cotidianidad: preparar el té, corregir ejercicios, caminar por el campo gallego bajo la lluvia persistente. La sexualidad se construye desde la complicidad intelectual, el reconocimiento mutuo, la comprensión de que ambas cargan el mismo secreto como piedra en el pecho.

La decisión de Elisa de cortarse el cabello y asumir la identidad masculina de Mario no se presenta como travestismo performático, sino como estrategia de supervivencia. La película evita la tentación de juzgar esta “masculinización” desde perspectivas contemporáneas sobre identidad de género. En su lugar, muestra cómo el sistema patriarcal obliga a las mujeres a negociar constantemente con sus identidades para existir en espacios prohibidos.

La Galicia de principios del XX se convierte en personaje. Los paisajes brumosos, eternamente húmedos, reflejan el clima emocional de quienes viven el amor como territorio conquistado. La fotografía de Jean-Claude Larrieu abraza la melancolía sin caer en el pintoresquismo. Cada plano compone un cuadro de ausencias: casas vacías, caminos que no llevan a ningún lado, horizontes que prometen libertad y ofrecen más soledad.

El sonido minimalista amplifica esta sensación de desamparo. Coixet prescinde de banda sonora invasiva; prefiere el murmullo de conversaciones lejanas, el crujir de papeles, el golpeteo constante de la lluvia gallega. Es un diseño sonoro que obliga a escuchar lo no dicho, a prestar atención a los silencios que separan una palabra de otra, una caricia de la siguiente.

La estructura narrativa avanza por elipsis, saltando años sin explicaciones. Esta fragmentación temporal no busca confundir sino replicar cómo funciona la memoria de los marginados: a retazos, con huecos que la historia oficial se encarga de crear. La película se niega a llenar estos vacíos con información; prefiere que el espectador sienta el vértigo de lo perdido, de las vidas que transcurren en los márgenes de los archivos.

Elisa & Marcela funciona como contrapunto necesario al cine lésbico mainstream que tiende a privilegiar el drama sobre la complejidad emocional. Coixet no construye mártires sino mujeres reales, con contradicciones, miedos y una capacidad inmensa para reinventarse. Su película dialoga con obras como Carol de Todd Haynes, pero desde una perspectiva mediterránea que entiende la transgresión como gesto íntimo antes que político.

La directora catalana consigue algo extraordinario: hacer visible lo invisibilizado sin convertir la visibilidad en espectáculo. Sus protagonistas no son símbolos de liberación lésbica; son personas concretas enfrentadas a circunstancias límite que las obligan a elegir entre la conformidad y el exilio. La película sugiere que toda revolución comienza en la intimidad, en la decisión cotidiana de no renunciar a uno mismo.

El final, ambiguo y doloroso, evita las resoluciones fáciles. Coixet entiende que las vidas de Elisa y Marcela no admiten clausuras melodramáticas. Su historia continúa resonando porque habla de un presente donde amar sigue siendo, para muchas, acto de resistencia.