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La sangre de Cristo gotea por los muslos de una monja mientras sus manos buscan el rostro de su amante. Paul Verhoeven no teme al escándalo; lo abraza, lo desnuda, lo convierte en arma estética. En Benedetta (2021), el cineasta holandés despliega su mirada más provocadora sobre el deseo femenino, situando el amor lésbico no como transgresión marginal, sino como epicentro de una revolución espiritual que dinamita los cimientos del poder patriarcal.

Basada en el libro de Judith C. Brown sobre la monja italiana Benedetta Carlini, quien en el siglo XVII protagonizó uno de los primeros casos documentados de homosexualidad femenina en el ámbito religioso, la película de Verhoeven trasciende la anécdota histórica para construir un fresco barroco sobre la subversión del orden establecido. Virginie Efira encarna a Benedetta con una intensidad magnética que navega entre el éxtasis místico y el despertar carnal, mientras Daphné Patakia, como Bartolomea, aporta una sensualidad terrenal que contrasta y complementa la espiritualidad desbordante de su compañera.

La fotografía de Jeanne Lapoirie baña el convento de Pescia en una luz dorada que evoca tanto la iconografía sacra como la carnalidad renacentista. Cada plano respira con la voluptuosidad de un Caravaggio: los claroscuros subrayan la dualidad entre lo sagrado y lo profano, mientras que la cámara se acerca con intimidad perturbadora a los cuerpos que se buscan en la penumbra de las celdas.

Lo que distingue a Benedetta dentro del panorama del cine lésbico es su negativa a victimizar o exotizar el deseo entre mujeres. Verhoeven, maestro de la provocación inteligente, construye una relación amorosa que no se define por su oposición al mundo masculino, sino por su potencia transformadora. Benedetta y Bartolomea no aman a pesar de su fe, sino a través de ella, convirtiendo el éxtasis religioso en puente hacia una sexualidad plena y autodeterminada.

La secuencia en la que Bartolomea talla una pequeña figura de la Virgen María para utilizarla como consolador constituye una de las escenas más audaces del cine contemporáneo. Lejos del sensacionalismo gratuito, Verhoeven articula aquí una reflexión profunda sobre la apropiación femenina de los símbolos religiosos. La Virgen se transforma de icono de pureza inalcanzable en instrumento de placer compartido, subvirtiendo siglos de represión sexual femenina con una sola imagen.

El deseo lésbico en Benedetta no existe en los márgenes de la narrativa: es la narrativa. Cada visión mística de la protagonista se entrelaza con su despertar sexual, sugiriendo que la conexión con lo divino y la plenitud erótica forman parte del mismo impulso vital. Esta fusión desafía tanto la tradición cristiana que separa cuerpo y alma como las representaciones cinematográficas que reducen el amor entre mujeres a episodio traumático o experimental.

La puesta en escena de Verhoeven dialoga constantemente con la pintura barroca, pero su barroquismo es subversivo. Donde los maestros del siglo XVII exaltaban el sufrimiento femenino como virtud, el director holandés celebra el placer como revelación. Los planos de Efira en éxtasis evocan las santas de Bernini, pero sus gemidos hablan de goce terrestre tanto como de arrebato espiritual.

La banda sonora de Anne Dudley oscila entre lo sacro y lo sensual con una maestría que complementa la ambigüedad temática del filme. Los coros gregoriaños se mezclan con melodías que sugieren tensión erótica, creando una atmósfera donde lo religioso y lo carnal se vuelven indistinguibles.

Charlotte Rampling, como la madre abadesa, aporta una dimensión siniestra que trasciende el típico personaje de autoridad represiva. Su interpretación sugiere una mujer que conoce íntimamente los deseos que pretende suprimir, convirtiendo su antagonismo en una forma de negación personal tanto como institucional.

Benedetta se inscribe en una tradición cinematográfica que incluye desde Thérèse de Alain Cavalier hasta La religieuse de Jacques Rivette, pero su singularidad radica en la centralidad que otorga al deseo femenino autónomo. Mientras que otros filmes sobre monjas exploran la represión sexual como drama individual, Verhoeven presenta la liberación erótica como acto revolucionario colectivo.

La película no elude las contradicciones de su protagonista: Benedetta manipula sus visiones místicas para consolidar su poder, utiliza su sexualidad como arma política y construye una autoridad personal que replica estructuras patriarcales. Esta complejidad moral eleva el filme por encima del maniqueísmo, situándolo en un territorio de ambigüedad ética que honra tanto a su audiencia como a sus personajes.